Los cadáveres varados de trescientas ballenas piloto yacen en una playa del sur de Nueva Zelanda. Pero, más allá de las tristeza que produce el espectáculo de ver los cuerpos sin vida de estos majestuosos animales, las autoridades locales están preocupadas por la posibilidad de que los cuerpos de los cetáceos exploten.
Cuando muere una ballena, su organismo empieza a pudrirse. Y ese proceso deshace las proteínas de los tejidos, generando gases como el metano y ácido sulfhídrico, extremadamente pestilentes, que se van acumulando en el interior del cuerpo haciendo que se expanda.
Si la ballena muere en el mar, su cuerpo suele ser pasto de depredadores, como los tiburones. Al devorar el cadáver abren en él vías de escape por la que esos gases acumulados salen al exterior. Pero cuando el animal muere en una playa, ese proceso no se produce.
Como ya hemos dicho, los gases provocan que el cuerpo de la ballena se hinche hasta que ya no hay más lugar que ocupar. En ese momento, el cadáver del animal se convierte en una especie de globo frágil que puede explotar con facilidad. Las temperaturas elevadas son una de las causas que lo hacen estallar. Pero, generalmente, se debe a la acción humana. Al tocar a la ballena o intentar moverla, la presión del contenido acumulado en su interior puede llegar al límite y provocar que el cetáceo explote.
Y conviene decir que se trata de un espectáculo absolutamente desagradable. Primero por el desagradable aroma que se libera, calificado por el biólogo marino Andrew Thaler como uno de los peores olores de la naturaleza.
La mezcla entre el olor producido por el ácido sulfhídrico acumulado, que recuerda al de los huevos podridos, combinado con el de las bacterias de la putrefacción, da lugar a un aroma pestilente difícil de describir.
Por si todo eso fuera poco, el estallido del cadáver provoca que parte de sus intestinos salga disparada con una presión y una fuerza tal que puede hacer que los restos orgánicos lleguen a una distancia de hasta cuatrocientos metros.